Los suspiros de Darwin tenían mil matices distintos, había tanta ingeniería en ellos, brillaban de tantas maneras diferentes cuando les daba la luz, que eran únicos e irrepetibles, nunca eran los mismos, nunca eran debidos a la misma causa, nunca sonaban igual.
Los suspiros de Darwin eran una obra de arte.
Armstrong podría escribir un diccionario y una epopeya sobre los mil y un suspiros de Darwin, y el que más le gustaba, el que le había robado el corazón, era el suspiro que dejaba escapar cuando tenía un buen libro en las manos, cuando lo acariciaba y lo olía, cuando le pesaba en las manos.
Ese suspiro sonaba a melodías nunca escuchadas, a libros nunca leídos que están esperando robarte el aliento en la siguiente página, en el siguiente recodo. El suspiro que Darwin le tenía reservado a los libros sonaba a secretos y a misterios. A tesoros.
El día que Darwin suspirara de esa manera por un hombre, el mundo explotaría, y Armstrong pisaría la Luna.
Es increíble cómo escribes. La fluidez. Todo.
ResponderEliminarA mí también me gustaría ése suspiro.