“No te hacen falta monstruos, Salem, los
creas tú sola.”
Salem
Moore tenía más monstruos de los que pensaba, muchos más de los que nadie se
imaginaba. Habían dejado de esconderse debajo de su cama, dentro del armario,
al final de un pasillo oscuro, para esconderse en un lugar mucho más
escurridizo y escalofriante, mucho más adentro, un lugar del que no podía
protegerse escondiéndose debajo de una sábana, o cerrando los ojos y
repitiéndose a sí misma mil veces que no eran reales, que no existían. Que no estaban
ahí, porque estaban. Y ni siquiera podía hacerles frente con su palo de hockey firmado.
Así que
a grandes males, grandes remedios. Salem Moore les había puesto nombres. Unos
imponentes, otros adorables, otros nombres los había cogido prestados sin pedir
permiso ni solicitar perdón. Y los había hecho suyos, los nombres, los
monstruos.
-Eres… eres monstruosa.
Salem no
estaba para que le contaran verdades, la verdad, así que sonrió con una sonrisa
que se dejó arrastrar hasta una comisura, y se quedó ahí, colgando, un poco más
como una mueca que como una sonrisa propiamente dicha.
Pues también tienes razón, amigo.
Porque
allí donde huyera estaba ella, y con ella, sus monstruos.
Porque en realidad, desde el principio, desde siempre, nunca había habido más monstruo que ella.
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