Limpió
la pizarra con brío, como si le tuviera cierta inquina, incluso, casi como si
hubiera insultado a alguno de sus más queridos antepasados y luego no hubiera
tenido la decencia de pedir disculpas por la ofensa.
Eso
explicaría por qué no vio llegar al hombre que, en silencio, tomó asiento en
uno de los pupitres de la primera fila de la clase, el que quedaba justo delante
de la mesa de la profesora. Salem, que estaba de espaldas a la puerta del aula,
no vio a este individuo, pero supo exactamente el momento en el que había
llegado sin necesidad de darse la vuelta.
Dejó el
paño húmedo a un lado y, con movimientos
más comedidos que los anteriormente realizados, se dio la vuelta de manera muy
lenta y contempló al hombre. No era ni muy alto ni muy bajo, ni muy feo ni muy
guapo, era como si no hubiera
terminado de decirse qué altura tener, ni qué rostro mostrar, ni siquiera
qué ropa vestir. El hombre, a su vez, la miró a ella con detenimiento, con la
admiración grabada en sus ojos de ningún color determinado.
-Milady…
-Ya no
respondo por ese nombre.
Lo dijo
con voz cortante como el filo de una espada recién afilado, y con el frío de mil inviernos mal llevados.
-Entiendo.
Salem
asintió, como si supiera de antemano que él sabía que entendía, pero que no lo
terminaba de entender del todo. O algo así.
-Si
entiendes eso supongo que también entenderás que estoy retirada. Ahora me
dedico a la docencia, es una actividad muy lucrativa y mucho más humana que mi
anterior ocupación.
El
hombre permaneció en silencio, sin quitarle los ojos indecisos de encima, casi
sin poder evitarlo. Era más hermosa de lo que le habían contado, mucho más de
lo que se había imaginado, más incluso que todo lo que había leído: la
cabellera rubia refulgía con el color de mil soles estivales, y de un centenar de atardeceres, todos ellos
de diferentes mundos aún por descubrir, los ojos grises no como la piedra sino
como la plata, de esa plata que hiere y hace daño, de esa clase plata que toca
hueso y muerde, y reconcome. Con el rostro de la primavera. Con más años que la
Luna.
-Pero
usted es…
Chistó,
irritada.
-¿Qué te
acabo de decir, Kiev? Siempre has sido molesto e insistente hasta el
agotamiento, pero nunca un idiota.
-Me
parece que la ocasión lo merece, mi señora.
-He
perdido ese título, también, se me cayó de uno de los bolsillos de mi vieja
capa, me parece recordar.
-¿A
cambio de cual? ¿El de una humilde profesora de Historia?
-Me
parece que sí.
Kiev se
levantó con dificultad del pequeño asiento con rabia apenas contenida.
-¡Es
usted una de los Siete! ¡La Dama del Dragón!
Salem se
envolvió en una espesa capa de indiferencia y se sentó en su mesa de humilde
profesora de Historia, en un colegio aún más humilde si cabe, de una de las
zonas más humildes de una ciudad el nombre de la cual ahora mismo no tiene la
menor importancia.
-Fui una
de los Siete. Fui la Dama del Dragón. Te has equivocado de tiempo verbal,
secretario. –dejó caer la mano sobre un libro que tenía encima del escritorio.-
Debo suponer que te envía Vardo.
-Supone
bien.
-Dígale
que vuelva otro siglo, y que seguramente ni en ese momento futuro tendré ganas
de recibirlo ni a él ni a sus palabras.
Y con
esas palabras parecía todo dicho. La palabra clave de esta frase es “parecía”.
-Usted fue grande, muy grande, ¿lo recuerda?
No había paredes que pudieran contenerla, no había edificio ni casa capaz de
retenerla, no había ciudad en el mundo capaz de sojuzgarla, ni país o nación
que no temblara ante su presencia. Era Salem, la Dama del Dragón, y solo la
mera mención de su nombre hacía pensar en batallas antaño vencidas, en dragones
surcando los cielos, en fuego y dolor, y sufrimiento, en antiguos imperios que
caían hechos pedazos solo por posar usted su mirada en ellos.
-Eso fue
hace mucho tiempo, ya no son más que viejas leyendas cubiertas de polvo. Ya no
quiero vivir de ese cuento.
Ese fue
el momento en el que Kiev empezó a desinflarse, su discurso había permanecido
en el aire como el aro de humo de una pipa ya muy vieja, y había desaparecido
de aquella clase con la misma celeridad, casi como si no lo hubiera
pronunciado.
-Puede
que usted no recuerde, o no quiera recordar, pero las espadas no olvidan
quienes fueron sus dueños. Vardo encontró esto el otro día, y creyó que a lo
mejor querría tenerlo. Y ahora será mejor que me marche, seguramente tiene
mejores cosas que hacer que discutir con un simple escudero.
Antes de
marcharse, sobre la mesa Kiev había posado con ceremonia una espada, no, La
Espada. Una Espada que Salem reconoció al instante, incluso mucho antes de
haberla visto sobre su desvencijado escritorio. Nyena la Quebrantadora, como
se podía leer en su hoja en un idioma antaño olvidado, en un alfabeto que ya ni
los libros más viejos de historia recordaban, aunque muchos otros que habían
hallado la muerte bajo su fila la conocían por otro nombre mucho más cruel y
realista, Nyena la Devastadora, la Imposible.
-Sé lo
que pretendes, Vardo, y no te va a servir de nada. Conozco todos tus trucos y
este es uno de los más sucios y rastreros que te he visto emplear en siglos. La vas a dejar aquí para que la contemple
hasta cuando cierre los ojos, como un canto de sirena, para que la toque, para
que la empuñe, para que sienta su peso y recuerde, y añore. Te mereces que te
den una patada en el culo, jodido bastardo.
Digamos que lo de mascullar con indignación para sí
misma era una habilidad que Salem había adquirido junto con el puesto de
maestra de escuela, era como si no se pudiera ser una cosa sin la otra.
La
cogió, más por probarle algo a alguien que no se encontraba allí que por otra
cosa, o eso se dijo a sí misma. El tacto era tan familiar como el abrazo de una
madre, su peso ligero como una pluma, y hendía el aire como el primer día del
primer año del primer mundo del primer universo. Antes de cualquier galaxia. Antes de la forja del primer pensamiento.
Recordándole un tiempo pasado en el que su visión provocaba las más terribles
pesadillas de los cancilleres de hierro, y los más dulces sueños de los héroes.
Un tiempo en el que había inspirado cantares épicos e historias que solo se
atrevían a cantar los trovadores a luz de una hoguera con la oscuridad de la
noche como manto y protección.
-Yo soy
Salem, la Dama del Dragón. El Dragón soy yo, y yo soy el Dragón.
Y volvió
a dejar lentamente la espada sobre aquel desvencijado escritorio que cojeaba,
como si le costara separarse de ella, como de un viejo recuerdo muy, muy
querido.
-No
sabes cuánto te he echado de menos, vieja amiga.
Un tiempo en el que Salem buscó dragones, y los
encontró.
Yo he sido privilegiada y ya lo había leído PERO ME SIGUE GUSTANDO TANTO TANTO TANTO
ResponderEliminarSALEM.
ResponderEliminarQué cariño se le coge y qué pena da este relato y me gusta lo que cuentas entre líneas porque casi se puede añorar sin tener ni idea y le pido matrimonio a tus diálogos y me vendo por un mísero camello, o una cabra si se tercia, por tu narración. GENIAL.