11.10.11

Destrozado, pero no hecho pedazos.

-La están sitiando, no creo que sea capaz de defender mucho más tiempo la capital (…) No sé nada de ella, no responde mis telegramas, mis espías (…) Esos malditos rusos… (…) Mi hermano, Alemania (…).

Austria está delante de la chimenea, sentado en su sillón favorito mientras balancea una copa de coñac que parece haber olvidado que tiene que beberse. Absorto. Perdido. Aturdido. Y tan terriblemente cansado, como… como si aún fuera alguien importante, como si aún contara para algo.

-Los rusos, tu hermano… Demasiados enemigos, demasiados frentes abiertos, demasiadas malas decisiones. Parece que los dos quieren más Europa de la que hay, y ya no me quedan territorios que ofrecerles. Ni a mí, ni a nadie.

Prusia le da una patada a una silla con rabia, tirándola al suelo, pero ni siquiera ese sonoro chasquido consigue sacar a Austria de las llamas del fuego. Del incendio de una Europa que lo asusta y que ya no entiende. Una Europa a la que ya no reconoce y que parece haberse olvidado de él.

-He intentado hablar con mi hermano, hacerle razonar que lo de los rusos es una batalla perdida, que si no nos matan sus hombres nos vencerá su invierno, o los americanos, que no dejan de meter las narices… pero no atiende a razones. Al único que hace caso es a ese charlatán que no deja de susurrarle al oído que Alemania puede volver a ser grande, que puede volver a conquistar continentes y someter ducados, como con Bismarck, no, incluso mejor. Que puede reírse de Francia en sus mismas narices mientras se pasea a sus anchas por París. Que Rusia se asustará y huirá con el rabo entre las piernas...

-Si tu hermano es tan imbécil como para creerse toda esa palabrería, y arrastrarnos a todos al desastre para que caigamos con él, se merece todo lo que le pase. No me da la más mínima pena.

-Hungría…

-Hungría, querido amigo, tomó sus propias decisiones, y asumirá ella sola las consecuencias, como hemos hecho todos. Yo no puedo hacer nada más por ella.

-¡Budapest está a punto de caer, joder, ¿te da igual, es que no te importa nada, saukerl?! ¡La están destrozando!

Con esa última exclamación se abre la veda, el telón de las tragedias y los vencidos, de los que no tienen perdón, ni olvido. Se le cae el coñac de las manos, que empapa la alfombra y se llena de cristales, reflejando el fuego de la chimenea, que ahora ya no son más que ascuas, y a un Austria lívido, ojeroso, ceniciento, demacrado, despeinado, y demasiado delgado, con la ropa llena de arrugas.

Destrozado, pero no hecho pedazos.

-¿¡Crees que no lo sé, maldita sea!? ¿¡Crees que me da igual!? ¡Tengo a tu puñetero hermano aquí, en mi propia casa, contra mi voluntad! ¡Porque no me queda otra jodida opción! ¡No, no puedo hacer una maldita cosa por ella, aunque quiera! ¿¡Crees que no lo he intentado, que no he hecho todo lo que he podido?! ¡Pero no se me permite, lo he intentado todo pero no puedo hacer nada!

El silencio llena la estancia y los dos hombres se miran fijamente a los ojos, mientras las respiraciones se aquietan y las palabras que no se han dicho gritan tan alto que los dejan sordos.

Lo que Austria no ha dicho es que no poder hacer nada por Hungría le duele más que todo lo demás junto, más que estar ocupado por un Alemania que ha dejado su destino en manos de un loco que los llevará al desastre y que no les dejará volver a ser nunca más los mismos. Que puede soportarlo todo, menos ver con impotencia y en silencio, con desolación, cómo se la comen las heridas, una a una, rasguño a rasguño, dejándola en carne viva. Que es un cobarde, porque ya no cree que todo pueda acabar bien.

Y duele, vaya si duele.

Pero todo eso Prusia ya lo sabe, comparte con Austria el silencio de los que no pueden decir nada, porque lo han perdido todo menos el nombre, un nombre que recuerda a viejas glorias y antiguas victorias, a una vieja Europa que podía hacer al mundo bailar. Aunque por Hungría les gustaría perderlo.

Y a quien se atreva a decir que la guerra es hermosa, por muy mundial que sea, se lo cargan.

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