“El cielo era la mentira más gorda que le habían intentado colar nunca”, pensaría mil años más tarde Jude, mientras bebía una cerveza amarga que sabía a gloria en un pub irlandés donde se contaban historias de guerras perdidas y derrotas ganadas, y sonreía, sonreía como si creyera que se la había creído, la mentira. Como si creerse mentiras y predicarlas fuera su deporte y pasatiempo favorito, con lo mal que se le habían dado siempre los crucigramas.
Se empeñó sin proponérselo enamorar al cantante del pub, pelirrojo y pecoso, guitarrista y mentiroso, un cabrón encantador, lleno de constelaciones y galaxias de pecas afiladas que no la dejaban dormir pero le permitían soñar, y sí, allí se escondía el (mil veces maldito) cielo de Jude, entre lunares y humos. Dientes torcidos, y música.
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