El bar
al que siempre volvían los renegados no tenía nombre, ni ubicación fija,
cambiaba cada semana, porque si bien las actividades que se planeaban y se
practicaban allí no eran ilegales, vivían en el límite más fronterizo de la
legalidad. Digamos que la rozaban con la punta de los dedos.
Algunos
se encogían de hombros al escuchar esa definición, aquel límite no era un mal
lugar para vivir, y era la única forma que se les ocurría para esquivar el
aburrimiento como quien esquiva una bala que va directa al corazón.
El bar
al que siempre volvían los renegados tenía, como bien constató Maine cuando
puso los pies en él, el suelo más sucio, las paredes más cochambrosas, y los
clientes más fraudulentos que se les podía pedir a un bar. Tal vez aquel fuera
uno de los motivos por los que el lugar le encantó al primer vistazo y a la
primera mueca asqueada que era un cruce entre el escalofrío, la adrenalina y el
repelús.
Se
acercó a la barra como quien se acerca a un banco con la intención de
atracarlo, la mirada dura, la mandíbula apretada, y las ondas de su pelo
presentándole una batalla eterna a la gravedad, esa perra, y Maine sabía por
experiencia propia que no iba ganando.
-Dime,
preciosa, ¿qué quieres tomar?
-Un
whisky doble, y un asesinato.
Los
Hijos del Frío que nacieron de aquel Octubre Rojo siempre pedían lo mismo, los
muy canallas, pensó el camarero, y no tenían la paciencia suficiente para ver
si el futuro cadáver respondía algo medianamente ingenioso, pero claro, no
vivió lo suficiente como para decirlo en voz alta.
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